Desde su que se llamaba Nueva España, México es un país con alta desigualdad. Por tanto, es ocioso decir hoy que el ingreso de las familias ha caído de manera estrepitosa; que los servicios de salud y educación son de nula calidad, y que los precios de los alimentos, tan sólo este año, aumentaron el doble de la inflación.
En un contraste revelador, la información oficial demuestra que el gasto social creció 88 por ciento entre 2000 y 2011, frente al lamentable hecho de que el ingreso de los hogares cayó.
El mismo gobierno federal reconoce que la protección social ha crecido de manera desorganizada; que es débil la coordinación entre dependencias federales y en los estados para entregar los beneficios a la población vulnerable. Y al final del sexenio dicen que hay una gran dispersión de programas sociales: en el ámbito federal hay 273, y 2 mil 391 acciones estatales.
Los funcionarios federales, sin el menor rubor, ahora argumentan su fracaso: cada año crecen las acciones y programas con una lógica más política que de resultados.
Ahora se mide todo con rigor científico, en condiciones que envidiaría el mismo Humboldt. Las autoridades gubernamentales dicen saber que la desigualdad es de tal magnitud que el decil más rico gana 25 veces más que el más pobre; que la desnutrición entre niños indígenas es el doble del promedio nacional.
También se conocen las razones del fracaso sanitario. Dicen que en el sistema de salud hay un sistema segmentado, descoordinado y con inequidades en cuanto a la infraestructura. Por tanto, no se ha logrado reducir la mortalidad materna, por lo que no se cumplirá con el compromiso internacional contenido en los Objetivos de Desarrollo del Milenio en 2015. En la actualidad mueren 50 mujeres por cada 100 mil niños nacidos vivos y el objetivo es llegar a 22.
Durante este año hubo un aumento importante en los precios de la canasta alimentaria, la cual ha sido de dos a tres veces más alta que la inflación; productos como frijol subieron 22 por ciento y el huevo 20 por ciento.
Por supuesto, México ocupa el último lugar entre los países de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) en cuanto al porcentaje del producto interno bruto (PIB) que destina al gasto público social.
Frente a un promedio de 22 por ciento que alcanzaron este año los países asociados al organismo, con máximo de 30 por ciento en los casos de Francia y Dinamarca, México aplicó menos de 8 por ciento del PIB al gasto social, reveló la OCDE en un informe reciente.
El gasto público social de México representó menos de la mitad del promedio del organismo y casi un tercio respecto los países con los mejores resultados.
Aun cuando la expansión del programa Oportunidades permitió proteger a más familias, no resultó adecuado para enfrentar crisis económicas coyunturales, como la ocurrida en el país en los tres años recientes.
La crisis económica y financiera internacional de 2008 a 2011 limitó la reducción de la pobreza en México, por lo cual creció la población de menores ingresos que demanda acceso a los programas sociales y de seguridad social. Ese lapso se caracterizó por un incremento en los precios de los alimentos y un crecimiento económico negativo.
En forma extraña, todavía se dice la población residente en localidades pequeñas no recibe atención de los programas sociales.
Las causas o factores determinantes de la pobreza son la falta de empleos y salarios bajos, aumento en el precio de los alimentos, insuficiente cobertura y calidad de los servicios de salud y educación, insuficiente cobertura de seguridad social, baja productividad y competitividad, insuficiente inversión pública y privada, así como desigualdad de oportunidades.
El Coneval recomienda que los programas de desarrollo social sean un complemento de políticas más integrales y profundas, los cuales incrementen el crecimiento económico y el ingreso real en el país. Lo mismo se ha dicho desde el gobierno de Echeverría, ¡desde hace 42 años!