En México no existe un tema más importante que el relacionado a la desigualdad entre sus clases sociales, y tanto interesa a propios y extraños que hasta para los países altamente desarrollados se ha convertido en una preocupación de tipo estructural, ya no de coyuntura. El propio gobierno federal que recién inicia promete poner en operación una cruzada contra el hambre. Resulta ocioso insistir en ello, pero no se puede ignorar o dejar pasar el hecho de que el índice de pobreza de México es el más alto de las naciones que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), particularmente entre la población indígena. Por la causa que sea, los niveles de desigualdad están entre los más altos de los países miembros.
Y esta es una verdad incontrastable: Se han aplicado muchos subsidios por largo tiempo para aliviar la pobreza, pero la mayoría han sido más benéficos para los ricos que para los pobres. Veinte por ciento de la población más pobre capta apenas 11 por ciento de las subvenciones sobre la tarifa residencial de energía eléctrica y menos de 8 por ciento de las destinadas a combustibles, por ejemplo. Los subsidios a energía cuestan más del doble de lo gastado en programas de lucha contra la pobreza. Por supuesto, los especialistas de la OCDE recomiendan sin éxito que estas subvenciones ineficientes podrían ser remplazadas con gasto social directo, lo que aportaría beneficios considerablemente mayores a los pobres. Lo dicen con claridad meridiana: Resulta que por la vía de los presupuestos públicos estamos redistribuyendo el ingreso a la inversa, dándole menos a los que necesitan, y, por tanto, reduciendo los montos que podemos otorgar a los que requieren más.
Cuando se leen informes tan serios como pueden ser los publicados por la UNAM o la misma OCDE, resulta violento descubrir encuestas sobre el bienestar subjetivo donde se dice que a pesar de los niveles de desempleo, bajos salarios, violencia – social e intrafamiliar– o inseguridad, al menos 83.4 por ciento de los mexicanos aceptaron estar satisfechos o moderadamente satisfechos con la vida que llevan, mientras otro 11.8 por ciento están poco satisfechos y una mínima parte, 4.8 por ciento, están insatisfechos con su vida.
Se ha convertido en perniciosa costumbre levantar encuestas a modo para usarlas en publicidad o propaganda, pero es más incalificable que esta estrategia sea utilizada por un gobierno en funciones. Así, poco antes de finalizar el sexenio anterior, el Inegi de Calderón se regodeó al decir que en una escala de 0 a 10, la valoración del bienestar subjetivo de los mexicanos fue de 8. Aunque resulta imposible de creer este el resultado de una investigación exploratoria que por primera vez realiza el organismo sobre el bienestar subjetivo en el país.
Y sin el menor rubor o asomo de ética política se dijo que tal calificación es incluso superior a una encuesta similar que se presentó en el Reino Unido, donde, con algunas diferencias metodológicas, fue de 75.9. Los funcionarios del Inegi explican este curioso fenómeno de masoquismo freudiano a la mexicana porque las personas están hechas para estar satisfechas con su vida y tienen gran capacidad de adaptación.
La noticia buena es que no obstante la amañada encuesta de satisfacción, el gobierno federal que encabeza Peña Nieto implementa la cruzada nacional contra el hambre, la cual incluirá la atención a 400 municipios donde existen acusados índices de pobreza alimentaria y desnutrición. Será abanderado por el gobierno federal, pero involucrará también a otros niveles de gobierno y a la sociedad, con un componente muy importante de participación comunitaria. Tendrá un enfoque que lo hace distinto para la construcción de mayores capacidades locales de largo plazo y erradicar de ese modo el hambre del territorio nacional.
Y los sueños, sueños son, que al final del sexenio de disipan, parodiando al poeta.